Las negras cortinas de la ignorancia comenzaban a encender, cual lenta caravana, los hilos de la permanente intranquilidad. En aquel momento obscuro como la noche, podía vislumbrarse a lo lejos, un “no sé qué” circundando a todos los superficiales e incoherentes pensamientos, haciéndolos más ficticios. No era la primera vez que aún en el torbellino de pasiones establecidas internamente, sentía aquel dulce fluir de un alma queriéndose establecer en lo absoluto. El inmenso mar comenzaba a brotar hacia la superficie desde las profundidades más recónditas del alma, y así minuto a minuto, aún en la desesperante lucha que reinaba, sentía el poder interno que con voluntad de rey, dominaba aquellos terribles momentos en los cuales el cuerpo pretendía vivir.
Y no era para menos. La guerra se había establecido en tan grosera forma, que por primera vez sentí miedo. Los fusiles pasaban uno a uno frente a mi vista. Explosivos y guerreros se organizaban en hileras, escondidos estratégicamente. Una luz inexplicable irradiaba sus miradas. Sus pensamientos, como un hierro candente ardían en el espacio, quemándose con rabia, hasta disolver cada partícula burda de la existencia misma.
Por otra parte, comprendía lo imprescindible de la guerra. Era obvio que no podían reinar ambos bandos. Inevitablemente, uno de ellos perecería.
Caminé, poco a poco, entre ambos ejércitos, escondido tras la cortina sutil de la espiritualidad, como tratando de descubrir íntimamente, las posibilidades de cada cual.
¡Vi tanta maldad en aquel ejército vestido de Negro! Eran tan grandes sus cargamentos de material destructivo. En sus rostros reinaba el temor con una mezcla poco singular de rabia y odio, no obstarte ser más numerosos.
Una densa niebla los cubría. Parecía como si de ellos emanara el presentimiento de algo fatal.
Disimuladamente, me fijé en el otro ejército. Y, para mi asombro, vi con gran sorpresa que cada uno de ellos, vestido de blanco, caminaba tranquilamente por entre los matorrales. Sus armas, aparentemente desconocidas para el ejército contrario, reposaban descuidadamente entre uno y otro arbusto. Y parecía que sobre aquel ambiente una lluvia de luz les dirigía.
Lloré desconsoladamente, conocía en forma exacta, el motivo de la guerra ¡cómo no conocerlo, si fue yo quien encendí el coraje entre ambos bandos!
Paso a paso, planee cada uno de los detalles en forma minuciosa; y celosamente deposité la incomprensión entre ellos. Las semillas se convirtieron en árboles fuertes y frondosos. Luego, me fue fácil encender definitivamente la mecha. Poco a poco fui depositando la duda…hasta que, por fin, logré reunirlos frente a frente. El toque final ya estaba dado. Y como en una cinta magnetofónica…pasaron sobre mi mente cada uno de los diferentes momentos que me habían llevado a producir tan escalofriante escena.
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Recuerdo que nací con aquel ropaje negro tan absurdo. En realidad nunca le di importancia. Solo conocía la pequeña esfera que me rodeaba y por lo tanto me comportaba como los demás, viviendo en un mundo vacío y sin sentido alguno. A veces, me sentía desesperado, pero no lograba comprender los motivos.
El egoísmo, la envidia, el odio, la cólera, y las pasiones, vivían acariciándonos. Los sentidos eran nuestros placeres y poco a poco nuestro color se tornaba más obscuro, sin poder comprender los motivos. Aunque a decir verdad, tampoco nos preocupaba comprenderlos.
Una cosa es cierta: Dominábamos la tierra. Todo el poderío estaba en nuestras manos y nadie había diferente para oponerse…o por lo menos, eso pensábamos. La vida se conducía diariamente bajo la misma monotonía del comer, dormir, trabajar y gozar sensorialmente. Nadie pensaba un poco más que los demás. Nadie bajo ningún concepto se oponía a las leyes ni a las creencias. Todo’ era “armonía” entre nosotros. “Armonía” aparente, porque el llanto, el dolor y la incomprensión, entre unos y otros, no podía ocultarse más. El odio y el egoísmo nos llevaba continuamente al crimen y a la falsedad. Se sufría intensamente sin conocer la causa…Y nadie se preocupaba por averiguarla. Solo nos ocupábamos del apego a los sentidos, acumulando más y más bienes materiales a toda costa, sin importarnos la, forma de obtenerlos.
No había lugar en nuestras vidas para lograr un poco de interés en los diferentes modos de vida superior que existían.
Y yo no era una excepción. Estaba tan sumergido en el único modo de vida que conocía, que poco a poco, como todo mundo, a mi alrededor, viví para la mentira y los vicios. No me preocupaba en lo más mínimo mi superación y hasta creo que me sentía feliz de ser tan infeliz.
Pasó el tiempo. La Tierra parecía como a punto de estallar. El hombre se encontraba en total desarmonía con la madre naturaleza, que le dio vida. Las religiones, la bondad, la honradez, y la sinceridad, hacía años que habían quedado sepultadas. La alimentación era sinónimo de contaminación y por lo tanto de enfermedad, por lo que la pureza del cuerpo y de la mente eran mitos increíbles.
Los niños crecían entre revólveres de juguete, cigarrillos, drogas, alcohol y maldad. La palabra Ser Supremo solo se oía nombrar en los frecuentes y terribles terremotos, maremotos, tormentas, en forma muy despectiva, culpándolo de todos los males que nos aquejaban. La criminalidad aumentaba.
El robo y los vicios, en forma ascendente triunfaban sobre el pueblo, haciendo el ambiente más negro aún. Pero todos estaban conformes.











































































































